martes, 5 de enero de 2010

14 de noviembre de 2009. 07:35 horas

“Estoy en el Decatlón. En el Centro Comercial del Alisal. Estoy rebuscando ropa para pasar el invierno. He entrado aún sin saber si habría algún zombi en su interior. No se porqué voy a ir a casa. De repente, estoy en el salón de mi casa. La habitación de mi hermano está cerrada, también la mía. Agarro el pomo de la puerta de mi habitación y la abro. Dentro están mis padres. Mi padre, está agachado mordiendo una de las piernas de mi madre, cuando se gira y me ve. Al verme, se levanta y viene hacia mí con la cara ensangrentada mientras estira los brazos para agarrarme. Antes de que se acerque lo apunto con mi recortada y disparo. Mi padre acaba con un agujero en la cabeza y sentado en la silla que usaba cuando estaba delante del ordenador. Me acerco, giro la silla y lo saco fuera. Voy a dejar su cuerpo en la habitación de mi hermano. Al entrar, veo lo que queda de mi hermano tirado en el suelo. Sin inmutarme, meto la silla y la empujo, con lo que, quien fue mi progenitor, cae al suelo. Cierro la puerta y arrastro al silla de nuevo frente al ordenador y me pongo a mirar cosas por Internet”.

Ese nivel de detalle tienen mis sueños. Llevo despierto desde las cinco de la mañana. Hace un frío que pela en esta casa en la que estamos. Pachuco duerme. Ha estado despierto desde las once de la noche haciendo guardia hasta las cinco que me despertó. Justo cuando estaba “mirando cosas en Internet”.

Estamos en una típica casa cántabra, abandonada hace años ya. Solo es usada como gallinero y pequeño almacén. Parte del techo no existe, con lo que hubiésemos dormido casi a la intemperie de no haber una habitación en la que nos hemos podido resguardar. La casa está totalmente abandonada. Hay una mesa de madera y unas cuantas sillas podridas. También hay sacos de pienso, cubos y algo de utillaje. Cosas necesarias para dar de comer a las gallinas que había fuera supongo. Pachuco duerme en la esquina donde he estado durmiendo yo hasta hace una media hora. Tapados con la ropa que tenemos solamente. Hacía mucho tiempo que no pasaba tanto frío. Tengo puesto un abrigo, bufanda, guantes y un gorro de la nieve que cogí prestado. Pachuco también tiene otro par de lo mismo que yo. El cogió el gorro de papa, a mi me tocó el de mama. No importa que sea colorido, quita el frío, que es lo importante. Además, creo que este invierno se lleva la ropa que no conjunta. También he cambiado de calzado. Al entrar al coche, me fijé que en el garaje tenía ropa de montaña. Me fijé en sus botas y me servían. Este calzado es mucho mejor que las zapatillas que llevaba puestas. He desayunado una lata de aún en escabeche y una de anchoas regadas con agua de grifo. Eso si, con el frío, el aceite de las anchoas se ha quedado solidificado. Han sido las peores anchoas de mi vida.

Ayer nos levantamos temprano, pero entre unas cosas y otras, nos dio la hora de comer. Así que, sobre las tres y algo estábamos sentados en el coche con la puerta del garaje abierta listo a salir. Ahí seguía Bucle y los Incansables en su concierto eterno de metal.

El que arrancase el coche los debió de animar, porque empezaron a golpear más fuerte. Creo incluso, que se unieron el resto al concierto. Quité el freno de mano hice el amago de apretar el embrague para meter la marcha, pero me encontré con que no podía. Fue cuando volví a darme cuenta de que tenía en mis manos un coche automático. Estaba en posición “P”. Supongo que sea de parada. Al menos, así lo encontré y así lo dejé anoche. Como no sabía cómo iba, puse la palanquita en la posición siguiente, la “R”. Aceleré un poco y el coche se fue hacia atrás. Al parecer, para moverse despacio hay que poner la posición “N” y para conducir normal, la “D”.

Una vez aprendida la lección de conducción, giramos y nos pusimos en dirección a la valla. Nos habíamos acercado para comprobar la consistencia de la misma. Incluso, el día anterior, Pachuco había estado excavando en el suelo para intentar sacar unos de los postes y poder salir con mayor facilidad, pero solo consiguió hacer un agujero. Probamos a salir por esa parte, ya que nos pareció la más debilitada, igual de un golpe, se caía y podríamos seguir sin problemas.

Primero lo intenté despacio. Pensaba que el coche, con lo que pesa y la potencia que tiene, podría echarla abajo sin problemas, pero no, solo se dobló el poste y quedó de tal forma que el coche no pasaba. La solución fue como en las películas. Nos alejamos todo lo que pudimos y aceleré al máximo. Pasó sin problemas, después fuimos dando tumbos por el prado hasta que logré detener el coche. Menuda salida que tiene. Menudo traqueteo. Si hasta me di un golpe en la cabeza y todo con el techo del coche al dar un bote. Como pude, llegué a la carretera. Pudimos seguir con nuestro camino.

Una vez en la carretera, la seguí, guiándome de mi intuición; o sea, sin tener ni idea de a dónde nos dirigíamos. Lo único que sabía es que la autopista estaba en algún punto a nuestra derecha. Llevamos buen ritmo durante unos cinco minutos cuando llegamos a un cruce. Teníamos que decidir si seguir recto o girar a la derecha. Nos daba igual, en ambas direcciones se veían casas. Y casas significaba, o gente, o muertos. La gente no nos importaba, los muertos si. De hecho, casi deseábamos encontrarnos con alguien. Hacía un mes que no nos cruzábamos con nadie. Al final decidimos intentar coger de nuevo a autopista y giramos a la derecha. No se si fue la mejor elección o no, jamás lo sabré.

Sin saberlo, nos metimos en una serie de urbanizaciones seguidas de chaletes adosados. En un principio, no vimos señales de vida, apenas había coches en la carretera, y los que veíamos, estaban perfectamente aparcados. Lo peor fue al girar en una de las calles. Lo que vimos, será una de esas cosas que no lograré sacar de mi cabeza jamás. Paré el coche en seco. Delante nuestro había unas cincuenta personas devorando los cuerpos de otros tantos. En la calle estaban los coches con las puertas abiertas. Había sangre por todas partes. Vimos una señora mayor, que se giró al vernos con el cuerpo de un bebé en los brazos comiéndose sus entrañas. En el festín había familias enteras, vecinos que se comían los unos a los otros. Todos dejaron su ya fría comida para dirigirse hacia nosotros. Di marcha atrás como pude y salí de la calle y nos metimos por otra. Lo hice sin pensar y sin fijarme a dónde iba hasta que me di cuenta que me había metido en una calle sin salida. Un muro cortaba esa calle. Para entonces, ya había tres o cuatro de esas cosas bloqueándonos la salida.

Giré el coche. Eso me llevó no menos de tres maniobras. Íbamos en un coche grande y no había mucho espacio para girar. Al terminar ya había unos quince o veinte que se acercaban por paso pesado, pero constante. En los momentos difíciles es cuando puedes quedarte bloqueado. Por suerte, no me pasó a mí. Sin pensarlo pisé a fondo el acelerador, y en los treinta metros que nos separaba, ya íbamos a unos 90 kilómetros por hora. A medida que nos acercábamos empezamos a gritar. Cogí el volante con toda la fuerza que pude para mantenerlo recto. Desviarse y chocarse con algo sería fatal. Pararse sería morir. Y nada iba a matarme. Ahora lo pienso y dibujo una pequeña sonrisa, pero durante unos cincuenta metros llevamos arrastrando al primer muerto que atropellé. Debió quedarse encajonado en la parte frontal. No paraba de mover la cabeza y los brazos intentando cogernos mientras atropellamos a quienes, hasta hace poco, habían sido sus queridos vecinos. Salimos de allí gracias a la potencia del coche en el que íbamos. Creo que si hubiésemos ido con otro, no hubiésemos podido salir de allí. Nos habíamos quedado bloqueados entre tanto cadáver andante. Desde aquí veo el capó del coche y lo tenemos todo destrozado. La defensa no existe y solo nos funciona la luz izquierda de carretera.

No fue el único grupo de zombis que vimos en esa urbanización, había varios, grupos de personas en calles paralelas a la nuestra. Casi al salir de la urbanización nos topamos con otro grupo de diez o doce. Creo que fue allí donde perdimos la defensa. Ni me molesté en ir despacito y apartarlos poco a poco. Tenía el corazón que se me salía del pecho.

Dice Pachuco que oyó voces pidiendo ayuda, pero yo estaba mas preocupado por salir de allí que de si quedaba alguien con vida. Si era así, ya lo siento, pero no iba a arriesgar mi vida deteniéndome allí para intentar salvar la vida de otro.

Así fue como llegamos a la autopista de nuevo. No hubo novedad, y a la altura de Barreda nos detuvimos. Una gran cola de coches, en un interminable atasco nos impedía el paso. Había coches en ambos sentidos. Una columna de humo se veía desde lejos. Pudiera ser un accidente que colapsara la entrada, o salida, de Torrelavega. No lo sabemos.

Retrocedimos unos metros y cogimos una de las salidas. Fuimos despacio, procurando hacer el menor ruido posible, ya que, a partir de aquí, hay casas por todas partes y no sabíamos si pudiera haber alguien suelto.

Decidimos meternos en un prado y alojarnos en una casa que parecía abandonada. Dejamos el coche a unos quince metros de la casa. La casa estaba en ruinas prácticamente, así que, pensamos que estaría abandonada. A medida que nos acercamos, vimos algo que salía de la casa corriendo en dirección opuesta a nosotros. Creo que fue un gato. Que asustado salió corriendo a salvar su vida. A la derecha de la casa, había un pequeño corral. Todas las gallinas estaban muertas, comidas a mordiscos, todas excepto dos, que se movían de forma extraña. Nos acercamos a ver mejor. Horrible, no solo los humanos se pueden convertir en zombis, los animales también. Las gallinas se lanzaron sobre nosotros como poseídas. Estaban ensangrentadas. Menos mal que estaban encerradas en una jaula, si no, nos hubieran picoteado y hubiera sido nuestro fin.

Fue cuando oímos ese sonido gutural que ya conocíamos bien. Venía de dentro de la casa. Corriendo fuimos al coche y cogimos la barra de acero y las katanas. Habíamos salido sin ellas del coche. Un error que podía habernos costado la vida. Otra vez. Demasiados errores en un momento. Al llegar al coche y coger las cosas, uno de ellos salió de la casa. Tenía toda la pinta de haber sido el dueño de las gallinas muertas y del gato que salió corriendo. Debimos alertarlo al llegar. Ahora lo pienso y me alegro de haberlo hecho. Pudimos no habernos enterado de que estaba ahí hasta ser demasiado tarde.

Lo atrajimos hacia nosotros, lejos del coche y la casa. Ellos se mueven lenta y torpemente y puedes escapar de ellos sin problemas corriendo. Su ventaja es que, parece ser, ellos no se cansan. Cuando estuvimos a una distancia prudencial, cogimos una rama de un árbol de unos tres metros que había en el suelo y lo derribamos. Desde lejos, sostuve esa rama, haciendo fuerza para que no se levantara, mientras Pach se acercó rodeándolo hasta llegar a su cabeza. Lo golpeó con la barra hasta que dejó de moverse. Allí lo dejamos. Con unos trapos limpiamos la barra.

Decidimos hacer guardias. Yo dormí primero. Al parecer no ha habido ningún problema. En el rato que llevo despierto, no he oído ningún ruido, solo el ruido de este ordenador en el que escribo.

Cuando despierte, decidiremos la ruta a seguir para atravesar Torrelavega y continuar nuestro camino.