martes, 13 de julio de 2010

26 de noviembre de 2009. 14:30 horas (parte 1)

En mi vida pensé que fuera a ser capaz de hacer algo semejante a lo que acabamos de hacer. Bueno, ni yo, ni me querido compañero de viaje, claro.

Somos una raza que se adapta a las nuevas situaciones con bastante facilidad. Nadie daría un duro por mi supervivencia, y sin embargo, aquí estoy, sentado en el jardín de una bonita casa tomando un refresco con Pachuco. Mientras, al otro lado de la pequeña muralla que separa la casa de la carretera, hay alrededor de cincuenta cadáveres carbonizados. Hace un mes pensaría que este olor es nauseabundo, pero nos hemos insensibilizado. Además, hace tanto que no nos damos una ducha que podría encontrar a Pachuco guiándome tan solo por mi sentido del olfato.

Hace bastante frío. Se nota la llegada del invierno. Éste va a ser el invierno más duro de toda mi existencia. No hay calefacción. No hay abrigo nuevo. No hay botas de montaña nuevas. No puedes permitirte dos pares de calcetines y tienes puestos los mismos calzoncillos que el mes pasado. Luego, si me acuerdo, debería mirar a ver si hay algunos de mi talla, pero no soy optimista.

Estamos en silencio, solo perturba este silencio la subida y bajada de las teclas de mi ordenador. Me queda la mitad de la batería, así que, calculo que me queden unas tres o cuatro horas; después, tendré que usar papel y bolígrafo. Hace tanto que no utilizo mis manos para escribir una frase, que me va costar. Suena a chiste, pero hace tiempo, en el trabajo, me dio por hacer una división “a mano”, y no la resolví con la rapidez que preveía. No me culpo, es lo que tiene haber estado años utilizando una máquina que hacía ese trabajo por mí.

A decir verdad, me siento relajado, tranquilo. No me había parado, hasta este momento, a contemplar el paisaje que nos rodea. Supongo que los árboles agradecerán nuestra extinción. O mejor dicho, nuestro nuevo estado. Los zombis no tienen capacidad de conducir coches ni de talar árboles. Tampoco se les ve preocupados por la caída del IBEX ni por una nueva reforma laboral. Podría decirse que son felices. Solo su incapacidad de alcanzarnos parece perturbarlos.

Hoy hemos descubierto, y a la vez demostrado, que los zombis no sienten dolor. Es algo que les da igual. Su instinto de alimentarse es más fuerte que su instinto de supervivencia. La verdad, no se por qué comen, si realmente, no lo necesitan. Antes de aplastar la cabeza de uno de ellos contra el suelo, me fijé en otro que tenía la barriga reventada, supongo que de comer. Parecía que un alien hubiera salido de allí. Tenía parte del intestino colgando del agujero que tenía en el abdomen.

Sobre las siete de la mañana decidimos empezar nuestra guerra particular contra esta nueva raza de seres humanos. Podría decirse que estábamos completamente drogados a causa de tanto “revitalizante”. Primero con cuidado, y después con algo más que un poco de osadía, empezaos a extender el dichoso líquido por la carretera. Con ayuda de un vaso y una jarra rociamos a los zombis. Una vez que todos quedaron empapados, el suelo de la carretera cubierto y de asegurarnos de no haber quedado impregnados nosotros de tan interesante fluido, nos acercamos a la mesa donde teníamos los cócteles molotov.

Mientras nos acercábamos, pensamos en qué pasaría si los que teníamos en frente no fueran todos los que habitaban el pueblo. No nos interesan las sorpresas a esta altura de la partida. Sabemos varias cosas de ellos; y dos de ellas son que los ruidos les atraen y que se toman su tiempo para ir de un lado a otro. Pospusimos nuestro plan unas horas, y de mientras, haríamos todo el ruido posible para atraer su atención. Si la cosa se llegara a poner fea, siempre podíamos seguir con el plan previsto y ganar tiempo.

La mejor forma de hacer ruido que se nos ocurrió en un primer momento, fue la de poner música a todo volumen. Pero luego caímos en la cuenta de que sin electricidad esos aparatos no funcionan. Así que nada, tendríamos que hacer una cacerolada. De la cocina sacamos todas las cacerolas y pucheros que encontramos. Las sacamos fuera y empezamos a componer lo que sería la música del futuro. Durante media hora estuve aporreando un par de tapas de cazuela bastante grandes mientras Pachuco reinventaba la música de percusión con cazuelas, pucheros, un martillo y una llave inglesa que había en el garaje. He dicho antes que estuvimos media hora, pero en realidad, ni lo se. Supongo que hasta que nos cansamos o hasta que nuestro público empezó a abuchearnos, o a pedirnos un bis, porque con el tiempo, empezó a aumentar. De ambos lados llegaron más y más muertos. Conté a eso de la diez de la mañana unos cincuenta. Hombre, mujeres y niños, uno de ellos llevaba entre sus manos los restos de lo que en su día fue un perro, se unieron a nuestro concierto.

No habíamos previsto tanta afluencia de público y habíamos gastado todo el preciado combustible.