viernes, 19 de marzo de 2010

25 de noviembre de 2009. 22:36 horas. (Parte 1)

Como pudimos nos metimos en la casa, con cuidado de no cortarnos. Un corte en contacto de un zombi es mortal de necesitad para el humano. Eso dice el manual de supervivencia zombi. Si un zombi te escupe y te lo tragas, te mueres. Si un zombi te muerde y atraviesa tu piel, muerto. Si te tose en un ojo, muerto. Si intercambias fluidos con un zombi, muerto. Si te cepillas los dientes con el cepillo de un zombi, muerto. Besar a un zombi te mata. Esto no es como el sida. La relación entre tú, y un zombi, debe ser siempre a través de una bala directa a su cerebro.

Estábamos en la cocina. La puerta estaba cerrada. Apenas nos movimos ni dijimos nada. Nos quedamos callados durante un momento intentando escuchar si había alguien más por allí. Al rato, y al ver que no se oía nada, empezamos a buscar algo para comer.

No había agua corriente. Tampoco hay electricidad. Definitivamente, el mundo, en esta parte, se ha ido a la mierda.

Lo primero que hicimos fue abrir la nevera. Un olor horrible salió de ella. El olor a carne podrida y alimentos caducados, provocaron un portazo y múltiples arcadas. De haber tenido algo en el estómago lo hubiera vomitado. Un dolor abdominal me acompañó durante unos minutos hasta que me repuse. Pachuco estuvo parecido a mi.

Miramos en los cajones y encontramos latas en conserva. Había atún, aceitunas, café, pasta, legumbres. Encima de la mesa había un pan duro como una piedra; y a su lado, una cesta con fruta podrida y una botella de agua de Solares medio vacía. Encontramos también patatas, algo arrugadas, pero aparentemente comestibles. Después de investigar por la casa, descubrimos la despensa. Una pequeña habitación a la derecha de la cocina llena de comida no perecedera y botellas de agua. Contemplamos con una enorme sonrisa los tres jamones y las ristras de chorizo que había colgadas del techo. Menudo botín.

Nos servimos el agua en dos vasos y nos lo bebimos. Dimos buena cuenta de cuatro latas de atún y dos de aceitunas con anchoas. Entonces, escuchamos un ruido proveniente del piso de arriba, justo en la habitación que queda encima de la cocina. Algo se movía, como si arrastraran una silla.

Alguien más quedaba en la casa. Cogimos nuestras armas, Pachuco se puso frente a la puerta apuntándola, yo me acerqué a ella y la abrí de golpe, para que en caso de haber algún zombi al otro lado lo disparase. Abrí la puerta, pero no había nadie. Salimos a un pequeño pasillo, a la izquierda quedaba la habitación en la que ahora yacen la niña de antes y su supuesto padre. A la derecha, la despensa, con su enorme botín. Seguido de la despensa hay un pequeño cuarto de baño. Frente a la puerta de la habitación que queda a la izquierda de la cocina está la entrada, con un pequeño recibidor. Según se entra a la casa, a su izquierda, está el enorme salón y las escaleras que llevan al piso de arriba.

Salimos de la cocina con cautela, y nos dirigimos hacia el salón. Poco a poco subimos las escaleras. Un pasillo en forma de C recorría la planta superior por el interior, dejando las habitaciones a su derecha a medida que avanza. Cuatro habitaciones y un baño en la zona centrar hay en esa planta. Dos mirando al frente, una más grande a la izquierda y otra a la parte trasera de la casa.

lunes, 15 de marzo de 2010

25 de noviembre de 2009. 20:05 horas

Voy a escribir nuestra llegada mientras Pachuco hace la cena. Seguimos vivos (obvio) y con alojamiento. No se, mucha suerte estamos teniendo. Estamos en una casa situada en las cercanías de Bárcena Mayor. Es un pueblo pequeño, y por los panfletos que hemos visto en el recibidor, este es el pueblo más antiguo de toda Cantabria, que es muy bonito, que hay que verlo, que si la iglesia, que si las casas, bla, bla, bla. Pues qué bien, no vamos a ir a verlo. Lo único interesante de ese panfleto es lo que se refiere a la parte de “pueblo peatonal” y “parking a la entrada del pueblo”. Hemos visto el parking cuando bajábamos la montaña al llegar esta mañana. Iremos mañana con cuidado a ver si podemos encontrar un vehículo, ya que no hay ningún coche en el garaje de la casa.

Pues nada. El trayecto hasta este precioso chalet hecho de piedra, fue bastante cansado. Hemos llegado hechos polvo. Con mucha hambre y sed. Solo hemos comido unas avellanas que encontramos por casualidad. Ni con un alma nos hemos cruzado en estos siete días. Nada hasta llegar al pueblo. Como os podéis imaginar, no hemos llegado a esta casa precisamente por la carretera, ni hemos entrado a ella por la puerta principal.

Vimos el pueblo esta mañana, sobre las diez o así, cuando nos disponíamos a descender la enésima montaña. Desde lo alto no se veía nada moviéndose, aún así, hemos bajado poco a poco, deteniéndonos cada cierto tiempo intentado distinguir alguna persona. Al ser un pueblo que parece estar apartado igual había quedado intacto.

Nuestro gozo en un pozo. A medida que nos acercábamos, hemos empezado a distinguir figuras entre las casa y por la carretera que lleva a pueblo. Un buen grupo de esas cosas rondaba un accidente de cuatro coches en la carretera. Ahí empezamos a temernos que el pueblo no se había salvado. Esos coches no eran precisamente una barricada. Además, los zombis no entienden de caminos, ni ceden el paso en las intersecciones. Así que, una barricada en la carretera, es una de las cosas más estúpidas que puedes hacer en estos casos.

Procurando evitar el contacto con otros seres nos hemos acercado hasta la casa más apartada que hemos podido ver, ésta en la que nos encontramos ahora. Me ha parecido revivir lo sucedido a las afueras de Bezana hace ya mil años. Esta vez, estaba toda la familia en casa, hasta la abuela. El abuelo no pudo levantarse, debió llevarse la peor parte. Lo encontramos en una de las habitaciones del piso de arriba, tirado en mitad de la habitación, con el abdomen abierto, como si le hubiesen hecho una autopsia. Aún me dan arcadas al recordar el olor y ver aquello lleno de gusanos.

Con el paso del tiempo, creo que hemos aprendido a saber cuándo hay alguno cerca. Lo digo porque he mencionado antes lo del olor del cadáver del viejo. Ellos huelen, huelen muy mal. Normal, es carne muerta y en descomposición, huelen a muerto. Nunca antes había olido a un cadáver. Lo normal, es que pases tu vida sin saberlo. Su olor es muy fuerte, pero como todas las cosas de este mundo, te acabas acostumbrando.

Total, que llegamos a la finca de la casa. Tiene un terreno en la parte de atrás. Una pequeña parcela repartida en dos partes. En una hay un pequeño huerto, y en la otra una zona de recreo, donde está la barbacoa y una mesa con sillas. Un toldo protege a la gente del sol en los días de comida campestre.

La casa tiene pinta de no tener más de diez años y está bien cuidada. A saber qué personaje importante vivió aquí para que le dejaran construir esta casa tan cerca de un pueblo con un diseño tan típico. ¡Ja!, a este no le salvó todo su dinero. Acabó como el resto. La casa tiene dos plantas, con desván y garaje. En el garaje no hay coches, solo latas de plástico con algo dentro. No hemos mirado a ver de qué son, pero parece que la gente de la casa se dedicaba a su distribución. Está el garaje lleno.

Decidimos entrar por la parte de atrás para que no pudieran vernos. Si hacíamos ruido, la casa amortiguaría parte de él. Nos acercamos a una ventana y miramos dentro. No se veía nada. Todo oscuro. Probamos con otra que había cerca y tampoco se veía nada. En un momento de lucidez di unos golpes al cristal. Si había algún zombi dentro, eso lo atraería y veríamos si la casa, o al menos, esa habitación, estaba o no vacía. Menudo susto que nos dimos, sabíamos que podía aparecer alguno, y aún así, casi nos da un infarto. De repente, una niña apareció y empezó a golpear el cristal. Dimos un salto hacia atrás y yo me caí de culo, y desde el suelo retrocedí como puede unos metros sin dejar de mirar la ventana.

La niña debió ser en su día rubia, y tenía dos coletas. Llevaba un vestido rosa. Ahora manchado con sangre reseca que le había caído de la boca. Tenía un aspecto de lo más terrorífico. No había visto aún a un niño zombi tan de cerca; y mucho menos de frente. La faltaba la parte derecha de la cara, no tenía ojo derecho y la podíamos ver ese lado de la mandíbula. No dejaba de abrir y cerrar la boca. Daba golpes al cristal de la ventana, como si de un insecto atrapado se tratara.

El ruido que provocada la puñetera chiquilla había alertado a otro más, que al poco, la unió. Era un adulto, medio calvo y bastante grande. Con su barriga tapaba casi completamente a la niña, que tenía ya la cara literalmente pegada al cristal. De haber necesitado respirar, hubiera muerto de asfixia; o quizás de aplastamiento. Supusimos que era su padre, o su tío, A saber. Iba vestido con un traje oscuro. La cara manchada también de sangre seca. Le faltaban tres dedos de su mano derecha, pero no parecía importarle. Daba golpes y más golpes al cristal. No aguantó mucho.

Para cuando la niña estaba ya completamente aplastada entre el cristal y su padre, ya estaba yo de pie, apuntando con la pistola y Pachuco haciendo lo propio con la recortada. Al tercer o cuarto golpe, el cristal cedió y se rompió. El padre se cortó las manos por el impacto. Un líquido negro, viscoso como el petróleo, le empezó a caer lentamente de las manos y brazos. Supongo que sea la sangre coagulada. La que, en su día fue la niña de sus ojos, terminó con la cabeza ensartada en un cristal puntiagudo que quedó firme en la base de la ventana. Al romperse el cristal, el cuerpo del padre se inclinó hacia delante, con lo que la cabeza de su hija, también rompió el cristal. Ahora yacía inerte con un cristal que atravesaba su pequeña cabeza. Ahora mismo, no sabría decir si sigue con “vida”, o está definitivamente muerta. No hemos querido entrar en esa habitación. Al menos, ruido, no se oye desde fuera.

El padre, una vez roto el cristal y con medio cuerpo fuera estiró los brazos intentando cogernos. Tenía una mirada de odio y rabia que daba realmente miedo. Habíamos visto a varios de estos, pero tampoco tan cerca y durante tanto tiempo. Estaba desbocado, su único fin, era cogernos, mordernos. Miré a Pachuco y le dije que había que matarlo. Me dijo que lo hiciera yo. Una bala a bocajarro terminaría con su existencia. En ese momento no nos lo pensamos demasiado. Ninguno lo hicimos. Me acerqué con todo el valor que pude hasta quedarme a unos pocos pasos. Lo hice despacio, sin dejar de mirarlo. Levanté el arma y apunté a su cabeza. Emitía unos ruidos guturales y no paraba de abrir y cerrar la boca mientras intentaba alcanzarme con sus brazos sin parar. Sostuve la pistola con toda la fuerza que pude, apunté, y disparé. Su cerebro se esparció por la habitación y por los restos de la ventana. Cayó encima de su hija con todo su peso. Un charco de sangre empezó a crecer bajo la ventana, lentamente.

El disparo hizo eco y lo debieron de oír hasta en Palencia, pero no nos dimos cuenta de sus consecuencias hasta hace unas horas.

Dejamos a un lado a los dos no muertos y golpeamos en la ventana que dejamos atrás. Esperamos unos minutos, Nada ni nadie se acercó. Decidimos romper el cristal y entrar por ella. Así que, con cuidado de no cortarnos entramos en la casa.

Me reclaman para la cena. Luego sigo.