Después de estar diez minutos inmóvil, pensando en la situación, salí de la habitación. Pachuco ya no estaba allí. No lo había oído levantarse. No sabía dónde se había metido. Fui avanzando apuntando al frente. Parecía que algo se movía en la habitación de la hija. Giré bruscamente y allí estaba, de pie frente a una ventana desnudo de cintura para arriba mirándose el cuerpo. Le llamé, “¿Pachuco?”. La voz me salió entrecortada, sin apenas fuerza. Volví a llamarlo, esta vez con más fuerza. Sin mirarme me dijo que entrara, “entra, necesito tu ayuda. No veo el mordisco. Dime dónde está”, me dijo.
Entré en la habitación. Estaba mirándose el torso y los brazos. En realidad, no había restos de sangre por ninguna parte. Le dije que no se moviera y le empecé a mirar. Le pregunté que dónde le habían mordido, y me dijo que en el brazo izquierdo, pero ahí solo tenía la marca de un mordisco. Nada más.
Miré por la espalda y cuello, pero nada. Ni rastro. Una sonrisa se dibujó en mi cara. Lo había mordido, pero no había desgarrado la piel y no tenía ninguna herida. Lo había salvado la cantidad de ropa que llevábamos puesta. Estos últimos días en el monte, nos había obligado a ponernos toda la ropa que llevábamos en las mochilas. Eso le salvó. Aún así, una marca de dientes se notaba en su brazo. Justo en la letra “E” del tatuaje que tiene en su brazo izquierdo.
Que alivio.
No me hago a la idea de quedarme solo en este mundo muerto. No quiero ni pensar en ello. Bastante duro ya es. Hace un mes que dijimos que solo tardaríamos 1 hora en llegar a Hormiguera. Alberto ya nos habrá dado por muertos. Y con razón. No le culpo. Aquí ya no funciona nada. Sin agua corriente y sin electricidad, estamos en la edad media. Una ducha nos vendría de perlas. Pero bueno, no creo que a nadie le importe nuestro olor.
Bajamos al piso de abajo y nos sentamos en el sofá. Felices por seguir vivos. Casi cuando estábamos a punto de quedarnos dormidos, unos golpes en una de las ventanas nos separó de los brazos de Morfeo. Había uno asomado a la ventana. Un hombre de unos cuarenta y tantos años. Sin mandíbula. Salimos fuera, por la puerta principal. La casa tenía un jardín en la parte delantera, unos treinta metros la separaban de la puerta de la entrada de la finca. La puerta que comunicaba la finca con la carretera estaba abierta y dos de ellos se habían introducido dentro, el que estaba golpeando la ventana, y otro que avanzaba hacia nuestra posición.
Desde el umbral de la puerta, vimos que se aproximaban unos quince o veinte desde ambas direcciones, alertados, seguramente, por nuestros disparos. Sin pesármelo dos veces, salí corriendo hacia la puerta. Tenía que cerrarla. Esquivé al que se acercaba, pasando a unos tres metros de él. Intentó cogerme pero no pudo. Pachuco lo apuntó con la escopeta y disparó. Un click obtuvo como respuesta. Nada salió del arma. Recordó que gastó todos los cartuchos en matar al crío que casi lo mata. Al grito de banzai salió corriendo con la barra de acero elevándola sobre su cabeza. Se produjo un ruido seco cuando se hundió la cabeza del zombi en el tronco mientras cerraba la puerta.
Era de madera y tenía una altura de metro y medio. No los detendría infinitamente, pero puede que aguantase si no se agrupaban muchos tras ella. El muro que rodeaba la finca tampoco era muy alto, alrededor de metro sesenta. No lo podían atravesar, pero desde fuera se nos veía perfectamente. Por suerte para nosotros, al ser un muro bajo, los zombis se iban quedando atrapados a lo largo de él, y solo uno se concentró en la puerta.
Nos giramos para acabar con el otro que había dejado la ventana y que se dirigía a por nosotros. A por Pachuco más bien, que era el que tenía más cerca. Saqué la pistola, pasé al lado de Pachuco, y cuando estaba a una distancia de metro y medio le disparé a la cabeza. Allí dejamos les dejamos a los dos tirados en el césped.
Una vez dentro de la casa, nos sentamos y estudiamos nuestra nueva situación. Estábamos atrapados y necesitábamos salir de allí lo antes posible. No a mucho tardar, más zombis llegarían alertados por el follón que habíamos organizado. Necesitábamos salir de esa casa y seguir avanzando. Estábamos en una ratonera.