miércoles, 30 de junio de 2010

Diario de Amira, 27 de octubre de 2009. 10:50 horas

Es horrible. Estoy viviendo el peor día de mi vida, he visto lo horrible que puede ser el mundo, y lo horrible que puede ser la gente. Quedamos muy pocos de los que salimos de la embajada. Estoy en el avión de camino a España. A mi lado tengo a una de las monjas, a la más joven. Frente a mi está Luís, el embajador, y a su lado el capitán. Creo que es capitán, porque así lo llaman. Solo han sobrevivido dos soldados más. El resto están todos muertos.

Según he podido oír, el avión llegó a Trípoli de El Cairo. Después de estar días esperando, nadie llegó; así que, decidieron seguir la ruta. Según parece, no hay comunicación con España. Ahora vamos camino de Rabat, aunque hay discusiones al respecto entre el mando militar de la embajada y el del avión. Ahora se han calmado, pero han estado discutiendo largo rato sobre dirigirnos directamente a España o seguir con los planes. En un momento en que el embajador dijo algo, el piloto del avión le dijo que se quedase sentado con la boca cerrada y de muy malas maneras.

Los demás hemos estado callados, en silencio.

Fue muy apresurada la salida de la embajada. Solo me dio tiempo a coger a Albaricoque. Querían dejarlo allí, pero eso no; ni pensarlo. Me metieron en el coche oficial del embajador. Entramos seis personas, estábamos realmente apretados, y eso que es un coche grande. No quiero ni pensar cómo iba el resto en los otros coches. Nada mas meternos en el coche, uno de los soldados abrió la puerta, de la fuerza de los resucitados cayó al suelo y varios de ellos se le echaron encima. No lo volvimos a ver. Salimos como pudimos, despacio, sin atropellarlos, de forma que sus cadáveres no bloquearan la carretera si los llegáramos a atropellar. Al parecer, la maniobra ya estaba estudiada de antemano. Salimos los tres coches de la embajada. Yo iba en el primero. La calle parecía despejada, así que, cogimos velocidad. Pero al entrar en una de las calles principales nos encontramos con cientos, miles de resucitados vagando sin un rumbo establecido. Algunos de ellos estaban parados. Daba igual qué estuvieran haciendo o a dónde se estuviesen dirigiendo. Al oírnos llegar, se giraron y se dirigieron hacia nosotros.

Dimos la vuelta. Tendríamos que callejear. En las calles más estrechas apenas encontrábamos resucitados. Miré por el cristal trasero del coche y me fijé que Roberto, el cónsul, conducía su coche detrás de nosotros. Cuando, de repente, no se muy bien porqué, aceleró y nos adelantó a gran velocidad en una calle de un carril por cada sentido. Al verlos pasar pude fijarme en la cara de pánico que ponía la mujer que vino con su marido para arreglar los papeles de la doble nacionalidad de su hija. En ese tramo nosotros también íbamos bien rápido, al no haber ningún muerto en la carretera. Pero, de repente, de una esquina, a unos doscientos metros de distancia de su coche, no se si debido al ruido o a la casualidad, aparecieron varios de ellos. Roberto hizo ademán de esquivarlos, pero no pudo controlar el coche. Dio un volantazo giró de un lado, luego del otro y empezó a dar vueltas de campana, para terminar estrellándose contra una farola. El coche quedó de lado sobre la acera. “No pares, no pares”, dijo el militar que iba delante al embajador, cuando empezamos a notar que el coche estaba frenando. No paramos. Los resucitados se acercaban lentamente al coche siniestrado. Logré ver que una persona se arrastraba hacia el exterior del coche mientras el tercer coche paraba a socorrerles.

Llegamos al aeropuerto, estaba infestado de resucitados. Atravesamos una de las vallas que separan la zona de las pistas de aterrizaje. Encontramos nuestro avión después de estar diez minutos dando vueltas por las pistas. Gracias a que los soldados habían hecho una pequeña trinchera con cajas y los vimos moverse, pudimos encontrarlos.

Durante veinte minutos estuvimos esperando al tercer coche, y estábamos a punto de despegar cuando los vimos aparecer a lo lejos. Instintivamente los soldados apuntaron al vehículo, al igual que hicieron con nosotros. Cuando se bajaron les dijeron que se tumbasen en el suelo con los brazos y piernas extendidos. Pude ver que faltaba Mustafá, el padre de la familia y uno de los soldados; el sargento Cabanillas, un hombre muy simpático con el que había hablado alguna vez cuando estaba tomando un café en la embajada.

Inspeccionaron a cada una de las personas, buscaban mordeduras o arañazos. Uno de los soldados gritó a Naures que no se moviera a la vez que llamaba a sus compañeros. Otro de ellos le dijo a Marta que tampoco se moviera. El resto de los ocupantes del vehículo, dos soldados de origen ecuatoriano, se unieron al resto de compañeros. Ellos fueron quienes dijeron lo que les ocurrió a las dos mujeres. Mientras estuvieron parados intentando socorrer a los heridos. Fueron atacados por los resucitados, por suerte, ellas dos pudieron zafarse de ellos, pero el militar y el padre, no pudieron salvarse, una marea de muertos se les echaron encima. El tiempo justo para meterse en el coche y salir de allí a toda velocidad.

Apareció el piloto del avión, que era el oficial al mando de la misión. Dijo que no podían subir al avión y que poco humano era dejarlas a su suerte en aquel sitio. Sin dudar, ordenó la ejecución de las dos mujeres. Me quedé paralizada, sin poder reaccionar. La monja más joven, de repente se puso a llorar; y Luis y Abdulhakim intentaron impedirlo, pero fueron retenidos. Luis no pudo moverse, pero Abdulhakim pudo zafarse del soldado que lo agarraba y cuando se dirigía camino del piloto del avión, otro de los soldados lo golpeó en la cabeza con su arma y cayó al suelo inconsciente, entre dos soldado lo metieron en el avión. Aún sigue inconsciente y con una brecha en la cabeza.

El pelotón lo formaron cuatro soldados, entre ellos los dos soldado que iban en el coche con Naures y Marta. A una distancia de unos diez metro las apuntaron. A lo lejos ya se veía una autentica horda de muertos acercándose. “Apunten”, dijo el piloto. Las dos mujeres estaban con las manos juntas, llorando, acurrucadas en la pista de aterrizaje. En el momento en que la otra monja, que consolaba a su compañera, salió corriendo para interponerse entre los soldados y sus víctimas, se oyó “Fuego”. La monja cayó al suelo cubierta de sangre. Sin embargo, su sacrificio fue en vano, las ráfagas llegaron hasta mis compañeras de trabajo. Sus cuerpos quedaron en el suelo, en un charco de sangre, con sus manos entrelazadas.

Inmediatamente se dio orden de embarcar y despegar. Yo me quedé petrificada, sin poder moverme, con la caja donde llevo a Albaricoque en una mano y con la otra abrazándome a mí misma. Uno de los soldados me metió en el avión y me sentó en el lugar del que no me he movido desde entonces.