sábado, 30 de enero de 2010

16 de noviembre de 2009. 15:30 horas

Siiiiiiiii. Siiiiii. Ha habido un momento, después de muchos días, he logrado acceder a Internet. Tengo como veinte mensajes de Alberto. Aún siguen vivos. He logrado responder un “vamos para allá, tardaremos varios días, iremos por la carretera de Cabezón hacia Reinosa”. Hemos detenido el coche para no perder la conexión.

Un día de grandes noticias. He aprovechado y he entrar en las redes sociales donde estoy apuntado. Nada, en el caralibro nadie da señales de vida. En la otra tengo varios mensajes de mi amiga. Son de hace varios días. Sigue con vida, al parecer, vienen a España. La deseo mucha suerte. La hará falta.

viernes, 29 de enero de 2010

16 de noviembre de 2009. 15:12 horas

Lo conseguimos, estamos en la autopista de nuevo. Vamos camino de Cabezón de la Sal. Recuerdo que podemos coger desde allí una salida que nos llevará al sur, hacia Reinosa. El camino es mucho más largo y complicado. Es trayecto desde el desvío será a través de carreteras nacionales. Con suerte no nos cruzaremos con nada ni nadie. Ya me da igual encontrarme con alguien con vida o no. Después de ver lo de ayer, prefiero no formar parte de un grupo de humanos descerebrados.

Son las tres y veinte del 16 de noviembre. Lunes. Los lunes, en el trabajo, tenía que hacer unos cuantos informes. No creo que haya nadie pidiéndolos ya, jaja. Creo que se me empieza a ir la cabeza. ¡Ah!, que no lo he dicho. No estoy conduciendo yo. Conduce Pachuco. Y no; no tiene carnet de conducir.

No hay mucho que contar desde ayer, pero bueno, como no tengo otra cosa que hacer, pues me he puesto a escribir cómo salimos de aquel agujero ruinoso, que algún día fue el hogar de alguien. De alguien muerto.

Ha pasado un mes desde que empezó todo. Me parece que nos hemos habituado a ver gente muerta por todas partes. Nuestra vida es una continua película de terror donde nosotros somos los protagonistas. Solo nos queda por saber quién de los dos es el “alivio cómico”, y por lo cual, es prescindible en la trama. A mi parecer, lo llevamos bastante bien. Para ser dos tipos que jamás llegaron a nada en un mundo de vivos, no se nos da tan mal vivir en un mundo de muertos.

A lo que iba, no hubo más misterio que el aprovecharnos del vehículo que teníamos. ¿No es un coche que venden con el que puedes ir al monte como las cabras? Pues nosotros no podíamos ir por carretera.

Después de pasar la noche en vela vigilando que ninguno de los vecinos de barrio fuera a visitarnos, decidimos salir de allí. Al no poder hacerlo a través de la carretera, echamos una mirada a la parte posterior de la casa. El terreno de la casa bajaba hacia otra carretera. Un muro de piedra la separaba. La cuesta, todo hay que decirlo, era bastante empinada. Con un coche normal, con uno como el mío, no hubiéramos podido hacerlo.

Nos montamos y arranqué el coche. No se si he comentado antes, que cuando todo está en silencio, se oye hasta el zumbido de una mosca pasar a diez metros de distancia. Varios de los zombis se giraron y empezaron a acercarse con su lento y torpe caminar. No había problema con ellos, estaban lejos. Para cuando llegaron, nosotros ya estábamos lejos.

Puse la marcha lenta y empecé a bajar. Lo que tienen los coches caros es que hacen cosas que no te esperas, éste debió detectar que estábamos bajando una cuesta muy empinada y automáticamente activó la tracción a las cuatro ruedas. Realmente, la cuesta estaba más empinada de lo que parecía desde arriba. Ahora solo nos quedaba salvar el último obstáculo, el muro.

Nos detuvimos a unos cinco metros de distancia del muro. Aún en cuesta. Le dije a Pachuco que se pusiera en cinturón de seguridad. También yo me lo puse. No hizo falta que dijese mas y se agarró como pudo. Solté el freno de mano y aceleré el coche. Del golpe atravesamos el muro. Destrozamos la parte delantera de nuestro flamante medio de transporte y saltó el airbag del copiloto. Casi nos estrellamos por culpa del maldito airbag. Se llenó todo de un humo blanco raro. A Pachuco le dio en la cara. Seguro que ahora tiene la cara roja debido al golpe, pero no se le nota, tiene la cara totalmente ensangrentada. Por unos instantes, solté el volante y perdí el control del coche, lo que provocó que nos volviéramos a estrellar con el muro del lado contrario de la carretera.

Debimos estar unos diez minutos aturdidos por el golpe. Suficientes para que hubieran aparecido zombis por ambos lados. Aún no estaban cerca, pero se les podía ver perfectamente.

Coloqué el coche de nuevo en la carretera y aceleré. Al pisar el acelerador, un pinchazo me subió desde el pie hasta la cabeza. Me debí torcer el tobillo no se de qué forma al chocar contra el muro. La cosa era que al hacer presión con él, me dolía. Seguimos por esa calle hasta llegar a un puente que cruza el río Besaya. Detrás dejábamos un barrio de bloques de edificios lleno de zombis. Frente a nosotros, un puente, pasado éste, una pista de atletismo.

El puente no estaba limpio de coches. Pensé que podríamos pasar, pero no nos fue posible. Varios coches siniestrados nos impedían el paso. Y como en cada siniestro de este tipo, también estaban sus típicos zombis.

Con un pie inutilizado, no podía andar demasiado bien; lo de correr, estaba descartado. Nos detuvimos a una distancia de unos quince metros. Eso si, llegamos hasta allí haciendo el menor ruido posible. Por suerte, estos no nos vieron ni oyeron llegar. Nos fijamos en uno de los coches. De color blanco con puertas verdes. Si. Era un coche de la Guardia Civil. Si hay un coche de esos, los agentes no andarían lejos. Y esos siempre van armados. En el peor de los casos, en el coche habría armas. Unas armas nos vendrían bien para poder pasar el puente andando. Digo esto como si fuese lo más obvio. Como si nos hubiésemos criado en Texas, con un lápiz en una mano y una pistola en la otra.

Pensamos en una estrategia a seguir, y decidimos una que a mi no me gustó en absoluto. Pachuco, con su barra de acero, se colocaría a la izquierda de la carretera, unos diez metros delante de mí. Yo, a la derecha, con una de las katanas. Con ella golpearía la valla del puente, haciendo ruido para atraer a los zombis. Pachuco, a medida que se acercasen, acabaría con ellos. Yo tenía que golpear ni muy fuerte ni muy flojo. Lo justo para atraer a los más cercanos, y si era posible, de uno en uno. Así, hasta tener libre el acceso al coche que nos interesaba. Pach tenía que acabar, según habíamos contado con cuatro de ellos.

Una vez planeada la estrategia y de quejarme continuamente de un plan que yo no había decidido, y en el que era el postre, salimos fuera y comenzamos. Pachuco es un tipo fuerte. Menos mal. Acabó con tres de ellos de un solo golpe. Al cuarto, lo empujó por la barandilla y calló al río. Gracias a eso, ahora disfrutamos de un olor a cadáver bastante desagradable.

Tuvimos suerte, y el segundo de los muertos en venir, fue el guardia civil que iba en el coche. Un tipo ya entrados en años, con bigote y una floreciente protuberancia abdominal, que indicaba que hacía mucho tiempo que esa persona hizo ejercicio por última vez. Debió haber sido alguien en el cuerpo, porque tenía muchos simbolitos en sus hombreras. De nada le sirvieron en aquel momento. La desaparición de medio cuello indicaba que el pobre infeliz no opuso mucha resistencia. Ni tan siquiera le dio tiempo a desenfundar su arma reglamentaria.

Según me ha contó Pachuco antes, o él se ha vuelto más sádico y golpea más fuerte, o la descomposición empieza a hacer mella en los zombis, haciendo más blandas sus carnes. En cualquier caso, nosotros ganamos, y ellos pierden. Le quitamos la pistola al “sargento Romerales” y fuimos hacia su coche. Estaba abierto. Y efectivamente, entre el asiento del piloto y el copiloto, había una escopeta recortada. También encontramos en la guantera munición para ella y para la pistola. En total, ahora contábamos con una pistola con un cargador lleno, una recortada con una caja de unos doce cartuchos y dos cargadores para la pistola.

Nos intercambiamos las armas, cogí la pistola y Pachuco la recortada. Eso si, no se deshizo de la barra de acero, se la enfundó en el cinturón como si de una espada fuese. Antes de hacerlo, la limpió con un abrigo que encontró en un coche.

Seguimos avanzando lentamente por el puente. Nos quedaban unos treinta metro para pasar al otro lado. Aún había unas siete u ocho de esas cosas. No nos arriesgamos y decidimos dispararlos. Yo que soy muy listo, empecé a disparar diciendo que una pistola haría menos ruido. Además, teníamos más munición. Otra cagada que el contable que lleva mis méritos puede apuntar en el debe. Tres disparos hice, y lo único que conseguí, fue alertar a todos aquellos zombis. Ni rocé al más cercano. El primer disparo, casi hace que se me cayese el arma debido al retroceso. Ahora nos reímos al recordarlo, pero en aquel momento, no nos reíamos tanto. Ambos pensábamos que si eso lo hacía una pistola, cuando Pachuco usase la recortada, ¿qué pasaría?

Me empecé a echar hacia atrás. Retrocedimos a medida que ellos avanzaban. Esa recortada solo tenía la posibilidad de cargar cuatro cartuchos a la vez. Y había que esperar a que estuviesen bien cerca para no errar el tiro. Todos y cada uno de los disparos que hizo Pachuco fueron a una distancia menor a dos metros. Cuando se giró para pedirme más cartuchos tenía la cara como un loco. Toda la cabeza de color rojo, creo que restos de cerebro colgaban de su perilla. Que asco. De todas formas, estaba tan excitado, que no parecía importarle. Yo casi vomito. Para poder recargar la recortada, volvimos a retroceder hasta colocarnos unos cinco metros detrás de nuestro coche. Esperamos de nuevo a que se acercaran los tres que quedaban. Yo aproveché para echarme hacia a atrás y salvar las distancias. En menos de un minuto, el asunto quedó solucionado. La sangre de siete personas bañaba ahora la carretera. Pachuco se sacudió la cabeza, y gotas de sangre se desperdigaron a su alrededor. Menuda estampa. Supongo que hubiera podido ser la foto del mes de la revista “People. In dead”. La versión de la famosa revista en un mundo de muertos.

Libre el puente de zombis, pasamos entre los coches hasta lograr atravesarlo. Necesitábamos otro coche, al ser posible automático. Uno que pudiese conducir alguien que jamás lo hubiera hecho. Con el pie así, me es imposible. Por la zona había más zombis, nos fijamos en uno en particular. Un tipo con traje y corbata que deambulaba solo alrededor de un coche, que nos pareció de gama alta. Me imagino que el tipo en cuestión hubiera podido ser un jefazo de Solvay. La cosa fue rápida, mi amigo acabó con él con un golpe seco en su cabeza. El pobre diablo se desplomó como si lo hubieran desenchufado.

Nos acercamos al coche. Tenía las llaves puestas. Le dije a Pachuco que tendría que ser él quien condujese esta vez. No me puso buena cara, pero no había otra opción. Le expliqué el funcionamiento. Como estábamos prácticamente solos en esa zona, nos metimos en el coche y comimos algo. Aun teníamos provisiones para algunos días. Miré en al guantera a ver si había algún tipo de medicamento que aliviase mi dolor y encontré unas cuantas pastillas de ibuprofeno.

La verdad, es que conducir en un mundo de muertos no tiene ningún misterio, aceleras, frenas y giras. Las señales de tráfico ya no sirven. No hace falta hacer stop, ni mirar a los lados. Y tranquilo, si sale un niño tras un balón, no pasa nada, puedes atropellarlo sin problema alguno. Debí de convencerlo, creo que hasta le ha cogido el gusto a eso de conducir. Enfilamos el coche hacia la autopista, que quedaba a unos cientos de metros de donde estábamos. Así es como llegamos al momento de ahora.

Vaya. Acabo de fijarme en una luz amarilla del cuadro de mandos. Una que tiene el dibujito de un surtidor de gasolina. ¡Puf! A saber desde cuándo lleva encendida. Necesitamos una gasolinera, u otro coche. Otra muesca más en nuestra hoja de servicio.